Río 2016

Desde que estuve en Río este verano tuve el presentimiento de que iba a salir elegida. Pasamos allí el tiempo suficiente para darnos cuenta de lo que es: un estupendo escenario natural en el que se interpreta la buena vida mientras que, tras los decorados, legiones de desarrapados, muertos de hambre, huérfanos y mendigos suplican por un pedazo de pan.

En pleno mes de agosto me tocó ir a trabajar a Río. Parece un contrasentido: agosto, Río y trabajo, pero así es. Tomaba el taxi en el hotel para subir al IMPA, un instituto de matemáticas con mucho prestigio que se encuentra metido en plena selva, colgando de una de las laderas del Corcovado. El primer día pregunté si podía tomar un autobús para llegar hasta allí: me lo desaconsejaron tajantemente: Olvídate del bus; no son seguros y hay que hacer varios transbordos. Pues dicho y hecho, todos los días, en la puerta de mi hotel, estaba el taxi que me llevaba hasta el lugar de trabajo. Para cubrir una distancia de 6 kilómetros empleaba 45 minutos. Eso sí que es transporte público.

Cuando estábamos en la playa, cada pocos minutos se nos acercaba un vendedor de mates, de pareos, de cocas, de guaranás, de colgantes, de artesanía. Eran incansables, con sus botes de mate de casi 40 kilos recorriendo Ipanema arriba y abajo, acumulando kilómetros, tapados hasta los ojos por el fuerte sol que debían soportar durante 12 horas. Eso son derechos laborales.

«Un corte de pelo de perro podría ser el jornal que se ganaba un crío de la playa durante un mes.»

Al atardecer, una legión de críos recogían las sombrillas y las sillas, las apilaban y las subían en carritos que ellos mismos empujaban hacia algunas cocheras próximas para luego esperar unas furgonetas que se los llevaran otra vez hasta las favelas. Mañana volverían otra vez a hacer la operación contraria: colocar las sombrillas y ganarse el jornal. Otros críos se dedicaban a recoger la basura de la playa: miles de latas que los turistas habían tirado. Las chafaban con una botella de plástico llena de arena y las guardaban en un saco de arpillera. El saco podría pesar sus 30 kilos, se lo echaban a las costillas y al camión para venderlas. Eso sí que es reciclaje y sostenibilidad.

En uno de los dos carriles bici de la ciudad que iba paralelo a Ipanema y Copacabana veíamos pasear a los ricos: muy contentos ellos llevaban cogidos por correa a sus pequineses, chihuahuas, yorkshires, todos muy puestos, perfectamente maqueados en cualquiera de las muchas peluquerías caninas que estaban en primera línea de playa. Un corte de pelo de perro podría ser el jornal que se ganaba un crío de la playa durante un mes. Eso es igualdad.

Por último, lo que más me llamaba la atención era que las tías y los tíos ricos estaban todos buenísimos. Unos cuerpos de vértigo, todo músculo, tabletas de chocolate, Cristianos Ronaldos por todos sitios, Giselles Bündchen por doquier, y así un sin vivir porque uno se ve la panza, las arrugas, la calva, la chepa y todo lo demás. Claro, estaban todos reventados a gimnasio, a hacer abdominales y dominadas, a romper las bielas de la bicicleta de tanto dar pedales, total: no tenían otra cosa que hacer. Para comer ya estaban los pobres haciéndoles el guiso, las mucamas dejándoles la cama hecha y los peones arreglándoles la carretera. Eso es espíritu olímpico.

Con estas credenciales, era natural que Río fuera la elegida.

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