Una de las películas que más veces he visto es Los Santos Inocentes. Me resulta conmovedora y triste, me duele la injusticia y me enerva lo cabrón que es el señorito. Pasan los años y, si la están poniendo en algún canal, me engancho a verla. Lo hago así porque, si me encabrono, es señal de que aún estoy vivo.
«Lo hago así porque, si me encabrono, es señal de que aún estoy vivo.»
Viendo lo que está pasando últimamente en este país tengo claro que, en lo esencial, hemos cambiado muy poco. Los poderosos hacen y deshacen a su antojo: algunos oprimen, otros roban y los más se ponen de perfil. La justicia, la que administran magistrados y fiscales puestos a dedo por estos mismos poderosos, es condescendiente, insultantemente garantista, torpe, lenta y desproporcionada. Los pocos letrados que se atreven a menear el manzano, enseguida son apartados, recusados y señalados. La prensa generalista también les sigue el juego. No en vano, los propios medios también les pertenecen. Todo es suyo.
Nada ha cambiado. ¿La transición? Un sueño. ¿La democracia? Una mentira. ¿La justicia? Una farsa.
«La única verdad que nos queda es nuestro propio microcosmos.»
La única verdad que nos queda es nuestro propio microcosmos. Una suerte de manos y caricias; también la sonrisa de los niños y las carreras de un perro que busca un palo de madera entre las jumas del bosque. Por supuesto: el sol, la montaña, el fluir manso del agua y dormir mucho tras comer un buen asado. Y al despertar, una taza de café, un gin-tonic y largas charlas con buenos amigos.
Sin embargo, uno no puede cerrar los ojos ni apartar la vista para siempre. A veces, la propia vida te pone enfrente de quien oprime, roba y mata porque precisamente te oprime, te roba y te mata. A ti. En tal caso, me marcaré un Azarías.