Indiscreción

Mi casa está en un pueblito de pareados, suntuosidades varias y casonas semiderruidas entre dos mares: el bosque de grúas y la hondonada que excavó pacientemente un bull-dozer descomunal.

Pese a que mi vecino es directivo de una importantísima compañía de móviles, en mi casa no hay coberturas. Algún extraño campo electromagnético impide la recepción limpia de las ondas y apenas se escuchan las voces al otro lado del teléfono.

Cuando llaman, los vecinos salimos a la calle y nos hacemos partícipes de las conversaciones. Los amantes son conocidos por todos, las dolencias se comparten para descargar su gravedad, los asuntos triviales penetran entre el enramado de los jardines y se mezclan con el presentador del telediario. (Cuando no hay trivialidad, la tele se silencia.)

«Todo. Todo queda registrado en la memoria monocapa de este pueblito.»

Quien más y quien menos, ha expuesto la versión privada de sus asuntos: historias que se adhieren en las rugosidades de fachadas mudas y acaban revocadas de secretos confesados y conversaciones banales: tanto el relato de oficio que los hijos procuran a los padres (hice esto de comer, vi el vestido en la tienda, iremos a veros pronto) como la confesión íntima de la madre abnegada que ya no soporta un día más al gañán de su marido.

Todo. Todo queda registrado en la memoria monocapa de este pueblito. Y así, cuando nos saludamos muy de mañana mientras vamos al trabajo, o al colegio, o al mercado, lo hacemos con la familiaridad de quien conoce los anhelos impronunciables de los otros.

Deja una respuesta