Perezoso, el tren avanza entre verdes campos de maiz salpicados por arces, robles y castaños. Una vez más en este trayecto comienza a aminorar su velocidad y los frenos de nuestro vagón chirrían como si fueran a desencajarse. De improviso, entran los soldados por la puerta de atrás y comienzan a pedirnos los pasaportes; en nuestro apartado viaja un individuo de tez morena, ojos vivos y mirada huidiza. Está nervioso por el calor y saca muy rápido su acreditación: el soldado asiente con vehemencia y nos pide las nuestras. Se las mostramos y, un poco receloso, se da la vuelta y continúa con el siguiente compartimento.
Por la ventana se aprecia el puesto de oficiales, las casas y cuarteles de lo que antes era un portón más del telón de acero, la divisoria de dos mundos tan diferentes antaño como hogaño. Y eso a pesar de que poco a poco los miasmas occidentales se están introduciendo de modo subrepticio entre las grietas más frágiles de unas sociedades enormemente curtidas por los rigores, el trabajo y la entrega.
Con el paso de las fronteras las casas cambian su aspecto; ahora tienden más hacia lo práctico y menos a lo decorativo. Aquí no están las cosas para florituras. Poco a poco el tren vuelve a tomar velocidad y cuando está a toda máquina se deja arrastrar por su propia inercia para entrar en la estación central de Bratislava.
«Con el paso de las fronteras las casas cambian su aspecto; ahora tienden más hacia lo práctico y menos a lo decorativo.»
Las comparaciones son odiosas, pero en ocasiones resultan pertinentes y, desde el punto de vista de alguien que hace menos de dos horas abandonaba la estación Sur de Viena, también son inevitables. El cuarto de los guardas de la estación se guarece de miradas indiscretas con un hule de plástico renegrido por el tiempo. Intuímos la salida por un cartel en eslovaco hacia el cual todo el pasaje se dirige; vamos allá a ver qué nos pasa por estos lares.
Bratislava es una ciudad hermosa, aunque desde la estación de tren todavía no lo podemos apreciar. Preguntamos infructuosamente a tres personas en inglés por el centro de la ciudad hasta que al fin un chaval joven nos indica la dirección e incluso el autobús que podríamos coger para acortar. Pese al calor tórrido, preferimos caminar para impregnarnos del paisaje urbano y de las gentes de esta otra Europa.
Tras unos 20 minutos llegamos al núcleo de la capital. Junto al palacio presidencial se yerguen edificios modernos que albergan entidades financieras y hoteles. Buscamos alguna calle con encanto y pronto nos introducimos en la zona antigua, con casas de una arquitectura deliciosa, colores agradables, cúpulas solemnes y torres altivas y puntiagudas. Hay un mercadillo en una de las plazas y estamos un buen rato de compras. Los precios son increíblemente bajos en relación a España y empiezo a comprender por qué los alemanes y los suecos vienen a nuestro país con asiduidad.
«Nunca podré entender una organización basada únicamente en el control del Estado sobre todas las cosas.»
Cuando tengo ocasión, me siento un ratito a tomar un café y a mirar la luz inclinada de la tarde y su reflejo en los colores de las casas. La complejidad de este mosaico, lo intrincado de las callejuelas por las que hemos estado paseando me remite de forma inesperada a pensamientos difusos sobre estas sociedades del Este de Europa, sociedades que todavía no han sido marchitadas por el liberalismo feroz y por esa sensación que tenemos en Occidente de creernos estar en el mejor de los caminos posibles hacia ese crecimiento sostenido, hacia esa libertad duradera, hacia esa justicia infinita, hacia la ansiada pax universal.
Nunca podré entender una organización basada únicamente en el control del Estado sobre todas las cosas, más que nada, porque el número de cosas es virtualmente infinito y es imposible su absoluto control. No obstante, defenestrar a Keynes, por ejemplo, y confiar en que la mano invisible corrija todos los desajustes también me parece una falacia, una simplicidad bárbara, un dogma absurdo que hemos mantenido durante demasiado tiempo y que tarde o temprano nos pasará factura.
Perdido en estas disquisiciones volvemos hacia la estación para tomar el tren de vuelta. De camino a Occidente, en la noche veraniega, siento como que regreso de un lugar muy lejano mientras por las ventanillas del viejo tren se suceden las siluetas de árboles, casas y fábricas. La locomotora avanza rápida hacia donde el sol se puso mientras con la mirada perdida pienso cómo es posible que una fina línea hormigonada de miles de kilómetros ha supuesto tanta diferencia.