Trapería es calle bulliciosa y animada en la que es fácil sentirte fuera de contexto. Trapería es escaparate de señoras muy entradas en años, casi caducas, que pasean alhajas, abrigos caros de pieles que ofenden por la calorina que hace en Murcia y pequineses muy bien repeinados. Trapería es un débil reflejo de esta capital con sus ricos cada vez más ricos, sus ricos cada vez más puestos en su cultura de salón, una cultura tan limitada como previsible.
En Trapería está la banda haciendo como que tocan un minueto, y hacen como que lo hacen porque son músicos cuya alma está borrada, desgastada por el incesante golpeteo de las miradas distraídas del gentío que los ignora; miradas distraídas que duelen por su indiferencia hacia la precisión, la destreza, la pulcritud de unas llaves pulsadas en el momento justo en que el sonido del oboe debe acompañar al último acorde del piano.
«Y así pasan las horas, en ignorancia mutua.»
Y así pasan las horas, en ignorancia mutua. De los músicos a los viandantes perdidos en la luz de los escaparates, de los viandantes a los músicos atrapados por la nostalgia de un lejano país oriental del que vinieron.
Y así van desgranando su repertorio de música preparada para la ocasión. Y el fraseo de la flauta, la violenta trompeta, la tenue arpa, todas estas voces, se entremezclan con el sonido de los céntimos que, al caer, continúan alimentando la ignorancia, la pobreza de un mundo que ha perdido la música y ha ganado muchos ceros a la derecha de las cifras importantes para los que escriben y dirigen las partituras.